martes, 30 de septiembre de 2014

LA PLEGARIA MUDA


No era mucha la distancia que mediaba entre la siesta de alcohol bajo los árboles y el sueño picado sobre los rieles. Apenas un par de cuadras separaban la plaza Vélez Sársfield de las vías del ferrocarril Sarmiento, en Floresta. El borracho que había tomado para olvidar su dolor, había fracasado porque no había olvidado nada. El problema no se había ahogado con el alcohol, al contrario, parecía haberse agrandado durante la siesta. Ahora el borracho daba lástima, y eso que nadie podía ver su corazón destrozado, ni nadie podía sentir su dolor como él. Además, a ninguno de los vecinos que lo estaban mirando desde lejos, intercambiando comentarios sobre su estado, le interesaba en lo más mínimo ponerse en su lugar, o ayudarlo a levantarse. Fuera la que fuese la razón de aquél hombre tirado para haber quedado así, un borracho en la plaza no quedaba bien. También por eso decidió enderezarse y empezar su marcha despareja hacia las vías. Antes de cruzar Bogotá y de tomar Chivilcoy, se volvió en silencio y miró la cruz en lo alto de la iglesia de la Candelaria. Las baldosas, los cordones y los adoquines del camino parecían estar confabulados en su contra para convertir su andar en una ridícula marcha sobre la cubierta de un barco perdido en una tormenta. Sentía la cabeza adentro de una bolsa y el estómago en llamas, además de todo el cuerpo flojo. El dolor lo seguía guiando hacia el próximo tren. La gente lo evitaba y al cruzar Bacacay casi lo atropella un auto. Pero aquella todavía no era su hora. En la próxima esquina, donde alguna vez había estado el primitivo Club Floresta, ahora había unos dúplex muy elegantes. Cruzando Venancio Flores había un kiosco de diarios y revistas, frente al vivero. A escasos metros estaba el colegio Saturnino Segurola y, del otro lado de las vías, en Yerbal y Chivilcoy, seguía el mercado Vélez Sársfield fundado hacia 1925. En esa esquina, un tiempo atrás, había funcionado un circo con animales y todo. El borracho sabía todo esto de sobra; pero ahora, entre todos los recuerdos, sólo tenía espacio para una condenada idea. Pasarse del otro lado del dolor para no sentirlo más. La gente que iba a presenciar aquél espectáculo ya no podía intervenir, y tal vez hasta no quería que el borracho se salvara. Después de todo, él mismo había llegado hasta allí, y parecía dominar su situación. No sería la primera ni la última víctima del Sarmiento en Floresta. Dió el último paso necesario y ya con el convoy encima, alzó los brazos para protegerse, como en una plegaria muda. La escena pareció detenerse por unos instantes. Era como una enorme foto. El costado del primer vagón golpeó con fuerza al hombre y lo sacó de la ruta del tren. Si hubiera ido a parar frente al convoy, otra hubiera sido la historia; pero aquella tampoco era su hora. El impacto dejó sobrio al vecino y lo despatarró frente al kiosco. Como había vuelto a la normalidad, aunque todavía olía a alcohol, pronto la foto se puso en movimiento y algunas personas se le acercaron para ayudarlo a incorporarse. Tal vez, sin pensarlo, más de uno se había puesto en su lugar. El hombre juraba a quien lo escuchara, que no iba a volver a tomar en su vida. La vida que recién ahora empezaba a valorar como lo único que tenía. Lo más valioso. Quizás era mejor, después de todo, quedarse de este lado aunque doliera, para algún día, tarde o temprano, aprender y poder recordar sin sufrir tanto. El hombre volvió serenamente sobre sus pasos y pronto se perdió por las calles del barrio, dejando atrás la frustrada función de picadillo sobre rieles. Tal vez, en algún lugar, alguien lo estaba esperando.