martes, 30 de septiembre de 2014

JODIDO Y RADIANTE

Al anochecer, con el día, mueren también los sueños. Algo termina; pero no importa demasiado. Ya ha terminado muchas veces y volverá a hacerlo hasta el final del viaje. Mientras tanto, casi todo se hace por costumbre. Vivir es una rutina refleja, como viajar en colectivo rumbo al ocaso. Los recuerdos asfixian y, tarde o temprano, ni siquiera queda lugar para un sueño. Tal vez así, sin magia, se crezca. Las horas son días, los días son semanas, las semanas son meses y los meses son años. Lo provisorio se hace eterno. Hasta que se llega a destino.El destino cotidiano de Eduardo era Yerbal y Joaquín V.González, en el barrio de Floresta. Eduardo trabajaba en Once y cada día volvía hasta su casa desde Bartolomé Mitre y la avenida Pueyrredón en el colectivo 104. En el asiento de atrás de todo, el de cinco lugares, preferentemente a la derecha sobre la puerta de salida. Al atardecer, cada minuto ahorrado durante el regreso, la ducha, la cena y algún entretenimiento, era un minuto más para dormir. Y tal vez para soñar. Pero era muy difícil alterar voluntariamente el orden de las piezas de la maquinaria. Cada una encajaba ajustadamente para no detenerse hasta la inevitable llegada. Mientras tanto no se podía descansar, ya que perder el ritmo podía ser fatal. Hasta podía ser mortal. Algo de color entre la negrura era imposible. La acedia estaba al mando de todo. Eduardo le había dejado hacer al tedio de vivir. Se sentía derrotado. No se podía escapar, ni siquiera se podía intentarlo. No se podían cambiar las reglas a esa altura del partido. Como solía ocurrir, no se podía hacer nada más que seguir adelante.Pero también estaban los milagros. Tan increíbles como inesperados. Eduardo ya no creía en la magia y no esperaba ningún cambio en su situación. Tal vez habrá sido por eso que lo encontró. Una noche otoñal, al borde de las vías del Sarmiento, cuando se bajó mecánicamente del colectivo verde.Primero creyó que algunos muchachos estaban gritando y cantando en el campito frente a los edificios de Venancio Flores y Joaquín V. González. Pero Eduardo conocía perfectamente aquél cántico lejano y prohibido que, en realidad, venía de la escuela Emilio Giménez Zapiola: "¡Escuela 3, escuela de varones, Escuela 3, orgullo nacional, Escuela 3, no se aceptan maricones, ni tarados, ni cagones como en todas las demás. Escuela 3, Escuela 3. Escuela 3!".Eduardo había egresado de la escuela 3 quince años atrás de aquél mágico otoño. El había sido un alumno del Zapiola cuando no era nada de lo que condenaba el cántico de batalla para las excursiones. Cientos de niños con sus guardapolvos blancos y sus sueños intactos lo estaban juzgando. Eduardo estaba tan cansado como sorprendido; pero ya no tan vencido como se había estado sintiendo. Tal vez había enloquecido, aunque aquella posibilidad simplificaba demasiado las cosas. Aquellas voces tampoco eran imaginarias, ya que Eduardo no imaginaba nada hacía mucho tiempo.La canción era magia. El pasado se había hecho presente por los sueños de los niños del ayer. Eduardo sólo era uno más entre ellos; pero misteriosamente, aquella noche de marzo, lo habían elegido a él. Los chicos que alguna vez habían soñado con ser grandes y felices lo estaban inundando y emocionando bochornosamente. Aquello de estar jodido y radiante después de tanto tiempo, sin duda era una gran responsabilidad para Eduardo. Pero en aquél momento, hasta él mismo parecía sentirse más que a gusto con su increíble misión. Un ruidoso tren desde el oeste lo trajo de regreso a la realidad por un instante. Pero los ecos de la rima escolar aún lo mareaban suavemente. No siempre tomar atajos acortaba el camino y ningún obstáculo era tan insalvable como se presentaba. Despertarse temprano, una lluviosa y fría mañana, sin suspender la excursión del día, era tan molesto como necesario. Una vez en el micro naranja y blanco, Eduardo se sentaría del lado de la ventana, junto a Diego, su mejor amigo. El chofer apuraría ese motor, para en esa cafetera, no morirse de calor.