martes, 30 de septiembre de 2014

FELICIDAD

El padre va en una silla de ruedas, por temor a las caídas, ya no quiere caminar más. El hijo lo lleva pacientemente cuando, al caer la noche, ambos salen a dar el mismo paseo de siempre por el barrio. Los dos han repetido incontables veces el mismo trayecto que, entre otras lugares, atraviesa la plaza y pasa por el frente de una casa abandonada, según los vecinos, embrujada. Cuando el padre y el hijo llegan al claro más grande de la plaza, el hombre en la silla aúlla de terror como si el diablo se llevara su alma al infierno. Entonces el hijo acelera el paso como en el claro de la plaza y ambos vuelven a su hogar. Los dos han acordado que su paseo por el barrio sea siempre el mismo; pero ha sido el hombre en la silla quien, cada noche, ha insistido en pasar por el, para él, amenazante claro de la plaza, y también por el escalofriante frente de la casa embrujada. Su hijo ha sido obediente, aunque el hombre en la silla llore durante todo el trayecto y sufra aún más en la plaza y en la puerta de la casa. Hasta cierto punto, justifica la autocompasión de su padre. Si el hombre en la silla fuera capaz de amar, no se odiaría tanto. Pero una noche de otoño, en cuanto ambos llegaron al claro de la plaza, el joven detuvo sin previo aviso la silla de ruedas justo en ese lugar. El hombre en la silla se vio sorprendido y no atinó a cubrirse la cabeza con las manos para no ver el brillo de las estrellas. Se vio obligado a hacer lo que debía. Miró hacia arriba con los ojos bien abiertos. Allí parecían estar todas. Brillando a lo lejos como la felicidad. Lamiéndolos a ambos con su luz inevitable. Hasta que el hombre en la silla descubrió algo inocultable. Allí en lo alto, había una estrella que no brillaba. Estaba apagada entre todas las demás. La visión, después de todo era imperfecta. El muchacho ni siquiera lo había notado. Súbitamente sintió que aquél inesperado alto en el camino no había servido para nada. Si su padre no se curaba era porque no quería. Pero cuando ambos iban a seguir con su acostumbrado paseo, se quedaron a oscuras. Todas las estrellas del cielo se habían apagado. Todas menos una. La que hasta ese momento increíble había estado apagada. La estrella del hombre en la silla era la única que brillaba. Mientras duró la negrura ninguno dijo nada. El paseo siguió recién cuando todas las estrellas volvieron a brillar como siempre y el hombre en la silla ya no lloraba. El muchacho paró otra vez la marcha de la silla; pero porque su padre se lo pidió. La tenebrosa puerta de la casa embrujada estaba justo al lado de ellos. El hombre en la silla se puso de pie lentamente. Después de todo, si había estado sentado. sin pararse y sin caminar, había sido porque no había querido. Su hijo lo ayudó con emocionada prudencia. El hombre caminó torpemente hasta la fachada del caserón endemoniado y entonces sintió que ningún fantasma le robaría sus sueños, si él no renunciaba a ellos. Miró divertidamente a su hijo y orinó largamente el frente de la casona vacía. El muchacho enseguida lo imitó y ambos decoraron desvergonzadamente las poaredes enmohecidas del lugar. Después de la micción sagrada, el hombre plegó su silla y la dejó en la puerta de la casa abandonada. Su hijo lo abrazó fuertemente y ambos siguieron caminando hacia su hogar por un sendero nuevo que ambos iban descubriendo con cada paso. Quien esto escribe, los vio pasar cantando, bañados por los brillos del cielo otoñal estrellado.